Américo Manrique es uno de los pocos vecinos de Rodeo del Medio que recuerda haber tratado con doña Lucila Barrionuevo de Bombal, “la viuda” que vivió en el casco de estancia que hoy constituye el edificio del Centro Cultural Lucila Bombal.
Fue en los primeros años de la década de 1940, cuando Américo –que entonces tenía 13 ó 14 años– obtuvo su primer empleo en la casa de Doña Lucila, que en ese tiempo ya arrastraba los pies todas las mañanas para caminar sola hasta la parroquia María Auxiliadora, a la misa de las seis.
“Era más religiosa que cualquier cura o moja”, la recuerda Américo y supone que la engalanaban las hermanas porque Lucila siempre usaba vestidos “hasta arriba” prendidos en el cuello y que le llegaban hasta los pies. Generalmente sus atuendos eran de color gris o negro, sin estampados.
“En el comedor había bauleras donde metían cubiertos y vajilla. Nosotros bajábamos las tapas y ahí Doña Lucila nos hacía sentar todas las noches para rezar el rosario”. Ella tenía costumbres alejadas del lujo, por ejemplo comía platos criollos que preparaba la cocinera Ema Riveros para la viuda y todos sus empleados.
Ahora, mientras Américo camina por la casa que pasó décadas de abandono y saqueo y desde hace años ha avanzado en su reconstrucción, el hombre (de 83 años) recuerda el heleotropo, una enredadera de flores celestes que hacía de cortina entre el jardín central y la puerta de la habitación de Lucila, donde hoy se imparten cursos de computación.
Aunque aquella planta se debe haber secado hace años, Manrique pinta el escenario que su memoria guarda intacto: “La habitación de al lado estaba siempre cerrada y la de enfrente (donde hoy funciona el Registro Civil) era de Domingo, el hijo de Lucila que vivía en Tupungato”, con su señora Caterine y sus hijas, Caterine y Lucila.
Al lado de la habitación de Domingo había un baño de azulejos españoles, que lucía una bañera grande con grifería de bronce que las empleadas pulían después de limpiar el piso de habitaciones y galerías de rodillas y con un cepillo.
En el fondo, donde hoy funcionan los talleres municipales, estaban el comedor y la cocina. En aquella época la Casa Bombal era la única que tenía teléfono y agua corriente con caldera.
Un año y medio en la estancia
Américo tenía una habitación para el solo en el sector destinado a los empleados cama adentro, espacio que hoy pertenece a la guardería Rayito de Sol.
La tarea de Américo consistía en sacar nidos de palomas que se juntaban en las canaletas del techo para evitar que se taparan los desagües. “Las palomas eran tantas porque Don Domingo, cuando venía, comía sólo pichones de paloma porque estaba enfermo”, recuerda.
Además, al joven empleado se le destinó un rifle con cartuchos que usaba para matar los pericotes que asustaban a las mujeres cuando se metían entre cinc y el cielo raso.
Más de una vez acompañó a Lucila en las caminatas que ella hacía por un callejón entre las viñas, a cuyos costados había hecho plantar rosales. “Mientras caminaba no conversaba con uno, pero murmuraba. No sé si rezaba o hablaba sola”.
También le tocó vivir una experiencia única durante el año y medio que trabajó para los Bombal. En una oportunidad viajó solo con Domingo a la estancia que la familia tenía en Villa Mercedes, San Luis. Se trasladaron en un coche último modelo que tenía el volante a la derecha. A pesar de que el hijo de Lucila era un hombre serio, de rasgos autoritarios, terminó siendo conversador y amable en el trato.
Pronto llegaría el final de su trabajo: “Pegué el estirón y me salió bigote. Y Doña Lucila, que cuidaba tanto los detalles, creyó que yo podía ser un peligro”, porque el resto de los empleados que vivían en la casa eran todas mujeres.
Américo recuerda cada detalle de aquel contrato: “Cuando estaba acá no tenía un sueldo. Mi mamá venía todas las mañanas y le daban dos litros de leche y un kilo de pan. Cuando me fui le pagaron a mis padres (que eran contratistas de los Bombal) todo junto, los 18 meses de trabajo”.